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EL ARCHISABIO de JAVIER ECHEVERRÍA

Javier Echeverría, reconocido filósofo de formación matemática y ensayista condecorado, lleva tiempo convencido de que la metafísica de Leibniz -¡tan “espectacular”, diríamos tontamente!- es “una ficción bien fundada” y que esa idea del universo como “armonía preestablecida” todavía puede dar mucho juego a la ciencia y en la cultura del siglo XXI.

 

En efecto, Godofredo Leibniz (1646-1716) fue capaz de imaginar “nanocosmos” en aquellos tiempos de pelucones y guerras de religión (de poder, como lo son todas), fue capaz de intuir la existencia de mundos tan pequeños que nos parecen ajenos pero que hoy sabemos que nos constituyen, que habitan y/o parasitan nuestros interiores carnales, cerebrales, intestinales y glandulares. El filósofo de Leipzig comprendió que cada parte de un organismo vivo es también organismo según el principio de continuidad natural (no hay vacío ni reposo absoluto). Hay otras formas de vida que están en la que somos aunque sean muy difíciles de ver y más aún de entender, formas sustanciales capaces de replicarse.

Echeverría piensa con razón que el discurrir de Leibniz resulta aplicable y actualizable añadiéndole algo de imaginación, que es autor fecundo e ilustrativo del renacimiento del barroco en un tiempo de complejidades cada vez más virtuales como el nuestro. Por eso no extraña que Javier Echeverría sea miembro de la Sociedad Española Leibniz. También lo es de la International Academy of the Philosophy of Science como autor interesado por la filosofía de la ciencia y de la tecnología en sus entornos sociales (saberes inaugurados en la modernidad por Leibniz avant la lettre). Tampoco sorprende que Echeverría haya dedicado muchos de sus últimos esfuerzos investigativos a trazar una muy completa y documentada biografía del genial filósofo alemán, cuya obra pertenece aún, al menos en buena parte, desconocida o intraducida.

El mismo título de su libro, Leibniz, el archifilósofo (Agapea, 2023) induce a pensar cómo la filosofía de Leibniz está presente en la historia de las matemáticas (cálculo infinitesimal), la lógica, el derecho, la física, la biología, la geología, la paleontología… Tuvo tiempo para inventar máquinas y ejerció como ingeniero y empresario de minas, bibliotecario, genealogista privado, consejero aúlico, corresponsal de reinas y princesas (v. la antología preparada por J. Echeverría, Filosofía para princesas, Alianza 2020)…, y hasta como diseñador de jardines y diseñador de regadíos, fiel siempre a su divisa Theoria cum praxi. Si dicha versatilidad superior no bastase para tenerle en consideración, podríamos añadir su condición de precursor de las ciencias de la computación y de la inteligencia artificial. En efecto, dos de sus grandes proyectos epistemológicos, la Mathesis Generalis y la Characteristica Universalis se basan en la hipótesis de que es posible crear conocimiento mediante diversos lenguajes y sistemas de signos como las notaciones musicales, los hexagramas del I Ching, lo que hoy llamamos lenguaje de programación, binario, o lenguaje máquina. Si todo eso no bastase para realzar su figura en la historia del conocimiento, podríamos añadir su actitud armonista, dialogante y conciliadora, muy lejos del dogmatismo que Kant indirectamente le atribuye; su esfuerzo por la integración pacífica de Europa, su interés por el diálogo entre religiones, su irenismo humanista (pacifismo). Leibniz dialogó elegantemente con curas, reyes y princesas, con burgueses y aristócratas.

Sobre todo se carteó con princesas y reinas inteligentes. Leyó a pensadoras y dialogó con ellas en varios idiomas. Realzó el papel de verdadera filósofa de Anne Finch (o Conway, tras su matrimonio) perteneciente a la escuela platónica de Cambridge e introductora del concepto de mónada. Su actitud no sólo lo enaltece como hombre de ciencia, sino también como amable interlocutor, desde luego mucho mejor que al británico Isaac Newton quien puso de su parte para que fueran ninguneados los aportes del colega alemán.

Al final de su minuciosa biografía, la de un genio tan itinerante y viajero como Leibniz, diplomático intelectual que dependía del mecenazgo de nobles que no siempre le trataron como merecía, Echeverría comenta cómo en estos últimos años, al hilo de la publicación de sus escritos inéditos, crece también su presencia e influencia en ciencias sociales, en lingüística, filología y semiología, saberes estos que en tiempos de Lebnicio (como se le llamó cuando el papanatismo hispano era escaso) ni siquiera tenían nombre.

La reunificación de las confesiones cristianas fue uno de los grandes proyectos de Leibniz, que dialogó a diestro y siniestro con jesuitas, jansenistas, luteranos, calvinistas, anglicanos, hugonotes, escépticos…, con las mentes más brillantes de su época, defendiendo siempre la libertad. Amaba su lengua alemana pero escribió también en latín y en un elegante francés. Polímata, políglota, polígrafo, fue pensador cosmopolita y perspectivista, tánto que se interesó y estudió la cultura china y siempre estuvo dispuesto a abrir su interpretación del mundo, para cambiarla por otra perspectiva mejor. Según Echeverría, Leibniz se adelantó a su tiempo en casi todos los temas que tocó porque practicó el Ars Inveniendi, el arte para la invención, cuyas reglas formuló para razonar bien, inventar y recordar. Al contrario que Descartes, Leibniz se percató de la complejidad de la mente animal, así como de que hay percepciones sin conciencia. Fue muy sensible al bienestar animal y vegetal, sin renunciar al humanismo.

Introdujo igualmente nuevos temas en los “valles y ríos del conocimiento”: mónadas, armonía preestablecida, principio de razón suficiente, de los indiscernibles, etc., pero también en ingeniería, derecho y otras muchas áreas. Fue un innovador conceptual y metodológico. Incluso es posible considerarle también el primer pensador del capitalismo cuando este estaba configurando su forma moderna.

Ciertamente, Leibniz fue un “archifilósofo” de curiosidad universal y creatividad omnímoda. Practicó una filosofía dialógica. Su capacidad para el diálogo intelectual no tiene parangón, prueba de ello es la monumental correspondencia que mantuvo y la forma dialogal de muchos de sus escritos. Está considerado como uno de los tres grandes racionalistas continentales junto con Descartes y Spinoza. El encuentro de Leibniz y Spinoza en La Haya (noviembre de 1676) es uno de los momentos memorables de la filosofía del siglo XVII. Leibniz tomó notas, como acostumbraba. Pero el hecho de representar el culmen o madurez del racionalismo no le impidió ver a Dios por doquier, en lo pequeño y en lo grande, pensado como esa razón armónica de la que depende que haya algo en lugar de nada. Se esforzó por analizar si lo perfecto es posible, pues para Leibniz la ontología de lo posible es anterior a la de lo existente. Fue un gran renovador de la teología. Usó el término “teodicea” para referir a la justificación de la existencia de Dios o –mejor dicho- a la demostración de que Dios-creador es justo por procedimientos estrictamente racionales y “tras la física”, o sea en consonancia con el estudio de la naturaleza, tal y como pudo investigarla y conocerla. Leibniz ensayará su propio y riguroso concepto de Dios que no es completa libertad (Descartes) ni completa necesidad (Spinoza) sino Armonía, Identidad en la (bio)diversidad.

Por mónada entendía Leibniz una forma sustancial viva e individual altamente compleja y con fuerza anímica propia. Cada mónada expresa el universo como espejo del todo, de su pasado, presente y futuro. Echeverría habla de “la mónada Leibniz” para referir al espíritu condensado en las letras del gran filósofo, cuya alma ha interactuado con todos los filósofos posteriores, sobre todo en Alemania, país de reflexivos románticos y músicos cosmológicos, pero también en Usamérica, con Charles Sanders Peirce y William James. Tres siglos después de su muerte todavía está en curso el Leibniz publicado e impublicado, entidades abiertas y mutantes. Al Leibniz de Wolff –en cuya metafísica se educó Kant- han sucedido media docena de Leibniz y el siglo actual seguramente inventará o aplicará renovadas interpretaciones de su épica dinámica de formas compatibles, sobre todo o quizá en las pujantes ciencias e ingenierías de la vida.

Por desgracia no sólo ha pesado sobre la sombra de Leibniz (no sobre su finita figura real) el desconocimiento de una inmensa parte de su obra, pues escribió muchísimo pero publicó muy poco y el duque de Hannover cerró a cal y canto el legado de escritos de Leibniz tras su muerte, sino que también la sagaz sátira humorística de Voltaire, su relato Cándido, redujo a ñoña inocencia (al desconocimiento del mal, cuya existencia Leibniz nunca negó) la idea leibniciana de que vivimos en “el mejor de los mundos posibles”, mal traducida por colmo del optimismo, cuando puede ser también interpretada en clave pesimista, tal y como hizo Ortega: ”vivimos en el menos malo de los mundos posibles”, es decir en un mundo en el que, de no mediar el principio armónico de lo mejor, todo empeoraría. Según Leibniz, Dios ha elegido el mundo más simple en hipótesis y más diverso en fenómenos, aplicando la Idea del bien. En cualquier caso, el mejor de los mundos posibles, o el menos malo, es un universo barroco, tanto como el de la física subatómica.

Para nuestra fortuna, Leibniz está aún por descubrir y por aplicar. Sólo hace falta, como dice Echeverría, un poco de imaginación… La “mónada Leibniz” continúa desplegándose como los paneles solares de una sonda espacial o como un rico y abigarrado fractal en lo muy pequeño, donde el espacio-tiempo parecen desaparecer o transformarse, desde lo finito a lo infinito. Prueba de ello son las Sociedades Leibniz que florecen en países civilizados.

Leibniz no sólo exploró las altas cumbres del pensamiento universal, donde discutió con cortesía memorable con Platón, Aristóteles, con los grandes Escolásticos latinos, con Descartes y Spinoza, con Hobbes, sino que también descendió con el fanal brillante de su entendimiento a las “cuevas filosóficas”, esos rincones del pensamiento donde yacen restos paleontológicos, estratos geológicos, fósiles que exploró con detalle en las montañas de Harz. Se interesó además por autores semiolvidados, desempolvó libros arrinconados en las bibliotecas que consultó y gestionó.

Tuvo el coraje de pensar la continuidad de la creación como una Dinámica (un neologismo de Leibniz) actual en la que pasado, presente y futuro interactúan en cada momento, y de concebir la historia como un proceso en curso en el que infinitas posibilidades o posibles pugnan por existir, aunque sólo lo logran armonizándose con el todo, convergiendo hacia Dios. De modo que la naturaleza y la historia están siempre por hacer. Incluso la historiografía que nos ofrece el relato del pasado está siempre in fieri, porque también es Ars definiendi, Ars demonstrandi y Ars Inveniendi, es decir, vereda racional y método basado en pruebas e indicios contrastados, como los que ofrece Echeverría en su magnífica reconstrucción de la vida y obra de un sabio universal, persona excelente que sin ser gran rezador consideraba que todo el conocimiento, sus incansables lecturas y escrituras, debía servir para mayor gloria de Dios (firmaba a veces “Teófilo”) y para el avance del bien público mediante obras útiles y bellos descubrimientos.

Del autor y para saber más sobre Leibniz:

https://apiedeclasico.blogspot.com/search/label/Leibniz

https://filosofayciudadana.blogspot.com/search/label/Leibniz

https://mojigangasypamplinas.blogspot.com/2023/02/draconologia-probabilistica.html

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Fuente original: https://nuevodiario.es/noticia/17602/cultura/el-archisabio-de-javier-echeverria-por-jose-biedma-lopez.html