Madrid, primavera. Mientras la ciudad cambia de estación, Juan Carlos Pérez Jiménez, autor de La revolución de la edad. El día en que Brad Pitt cumplió 60 años (2025, Plaza y Valdés), reflexiona acerca del envejecimiento, la transformación y las vidas bien vividas. Me espera sentado en la mesa de una cafetería que da a la calle, abierta a la conversación. Ha llegado unos minutos antes de la hora (yo también, aunque él un poco más); como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo para charlar. Yo estoy en mi treintena; él ya ha cumplido los sesenta. Desde nuestras distintas etapas vitales, hablamos de su último libro, una obra poco convencional que aborda temas como el edadismo o la resignificación de hacerse mayor en una sociedad que idolatra la imagen y la juventud.
—¿Por qué Brad Pitt?
—Brad Pitt es un gancho porque todo el mundo lo conoce y tiene una imagen de icono joven. Y de repente aparece en las portadas representado como una persona atractiva y piensas: ¿tener 60 años también puede ser esto? No sólo me refiero a repensar la madurez desde un aspecto físico. Él ejemplifica la revolución de la edad, la idea de que no hace falta renunciar a las insignias de uno mismo por haber llegado a una determinada cifra.
—¿Por qué para las mujeres y los hombres LGTBI+ es más difícil envejecer que para Brad Pitt? ¿Qué podríamos aprender del paradigma de hombre cis hetero, venerado a cualquier edad?
—Que es necesario un cambio social radical. Creo que se trata de una cuestión histórica. Hace unos meses, fui a una exposición del pintor italiano Guido Reni en el Museo del Prado y había una sala llamada ‘La hermosa vejez’. Eran figuras de santos y apóstoles típicas del Barroco, con túnicas que dejan ver parte de la piel, las encarnaduras, evidenciando la edad, pero encontrando una belleza en el paso del tiempo. A raíz de aquello, empecé a buscar referentes femeninos en la Historia del Arte y, salvo alguna excepción, como Santa María Egipciaca, una mujer mayor que se retiró al desierto, es escasísimo el repertorio de mujeres maduras representadas con atractivo y no como una encarnación de la bruja o de la muerte. Creo que ese es el peso que cae sobre lo femenino o sobre quien pone en la apariencia gran parte de su identidad, como pueden hacer los hombres gays o, cada vez más, algunos hombres cis hetero.
—Pero ellos lo tienen más fácil.
—Lo tienen más fácil. Eso forma parte de las reivindicaciones contra la exclusión o del feminismo, claro: que una mujer con canas pueda ser una “madura interesante” como lo es un hombre con canas. Yo creo que empieza a pasar, que comienza a haber algunos casos. Por ejemplo, la modelo española Pino Montesdeoca, que ha supuesto toda una revolución en las pasarelas al ser una mujer que se presenta con los atributos de una persona mayor y encuentra un espacio en el mundo de la moda. Y no es la única. En Instagram hay algunas otras, como Petra van Bremen. En su libro Yo, vieja, Anna Freixas se apropia del término “vieja” para resignificarlo y darle una nueva identidad.
—En su libro reivindica expresiones como esta, al mismo tiempo que rechaza otras como “nuestros mayores”, que crees que deberíamos dejar de usar por ser condescendientes.
—Hay una anécdota que contaba Manuela Carmena que evidencia el paternalismo con que se les habla a los mayores. Ella iba a la peluquería y le decían: “Nos quitamos las gafitas”. Ese diminutivo y ese plural infantilizan. Y era la alcaldesa de Madrid, una jueza listísima que estaba dirigiendo un Ayuntamiento de tres millones de personas. En la madurez hay una regresión infantilizada, como si perdiéramos capacidades y racionalidad. Me parece que es un gran error, porque puedes tener enfrente a una eminencia y estar tratándole como a un niño pequeño.
—Me llamó la atención el dato de que a los 25 años dejamos de autopercibirnos mayores de lo que somos para vernos más jóvenes de lo que somos. Creo que ahí reside una de las claves del libro: la discriminación por edad hacia uno mismo. ¿Cómo superarla y querer a nuestra edad tal y como es?
—Parándose a pensar y siendo crítico con el entorno, porque las actitudes edadistas te caen encima. Ayer escuché el programa La ventana de la SER, con Carles Francino y algunos colaboradores que eran escritores y pensadores, todas personas con criterio y con actitudes progresistas e inclusivas. Aún así, empezaron a hacer bromas sobre sí mismos y lo mayores que estaban. Yo me resisto a hacer ese tipo de bromas conmigo o con mis amigos. Como bien dijo Freud “el chiste y su relación con el inconsciente revela muchas verdades”. Creo que hay que reivindicarse: soy mayor y estoy mejor que nunca. Y puedo tener días tan buenos o días tan malos como los tenía a los 20 años, pero, en conjunto, con la edad se van ganando cualidades y ventajas. La cultura que sacraliza la juventud es una trampa. Entre otras cosas, económica para que inviertas en lo imposible, en ese espejismo de querer mantenerte siempre joven. Esa industria es extremadamente rentable porque hay personas poniendo todo el énfasis de su identidad en la imagen, por mediación de las pantallas. ¿Qué ves en lugares como Instagram? Sólo imágenes.
—Hablando de tecnología, ¿cómo piensa que evolucionará la relación entre envejecimiento e inteligencia artificial en un futuro?
—La inteligencia artificial es superfácil de usar. Yo utilizo ChatGPT con frecuencia y es como hablar con una persona, como hacerle una pregunta a alguien a quien tienes al lado y que te lo explica todo de la manera más fácil. Te ofrece un relato asequible y, si no lo es, puedes pedirle que lo sea.
—¿Entonces crees que la IA puede ayudar a las personas mayores?
—Sí, estoy seguro. La inteligencia artificial es como la invención de la imprenta: supone un cambio de paradigma, pero va a democratizar aún más el conocimiento y el acceso a él. El porcentaje de personas de más de 60 años que manejan ordenadores o smartphones es muy alto. Otra cosa es como nos perciban las personas más jóvenes, con actitudes inconscientemente edadistas de que los mayores “no van a saber”. Bueno, pueden no saber, pero a todo se aprende si se facilita y si se hace accesible. El teléfono móvil ha democratizado la cultura, también para los mayores.
—Está cambiando también la manera de aprender. Antes se aprendía de los libros o hablando con los expertos. Ahora no; la Generación Z no se forma así. ¿Considera que van a tener menor capacidad de aprendizaje, que algo se perderá por el camino?
—Es un cambio de paradigma, igual que la llegada de las calculadoras facilitó el cálculo matemático. Recuerdo que, cuando era pequeño, mi padre, que trabajaba en un comercio, hacía las cuentas a mano y con papel y lápiz. Poco a poco, fue llegando la tecnología y aquello facilitó el trabajo.
—Si se utiliza bien, está claro que es una evolución.
—La herramienta no tiene moral, depende del uso que le demos. Sí que creo que con la inteligencia artificial se está dando una transformación sustancial. Hace poco, Bill Gates pronosticaba el fin la necesidad de los humanos.
—Una pregunta espiritual inspirada en la tradición budista: ¿no cree que el miedo a envejecer es en realidad miedo al cambio, es decir, miedo a la muerte? Porque el cambio es muerte. Y morimos para renacer a cada instante.
—Por supuesto, el miedo a envejecer es miedo a la muerte, a dejar de existir. Y, si crees en la trascendencia, a pasar a otro estadio.
—Incluso dentro de una misma vida, hay una muerte de quien eras antes para dar nacimiento a quien eres ahora.
—En ese renacimiento personal o reinvención puede haber un balance positivo, una mirada nueva sobre uno mismo y sobre el mundo. Pero, por otro lado, está el cuerpo. El cuerpo no se renueva, sino que va decayendo inexorablemente a pesar de la batalla y de los avances en cuanto a longevidad. Aunque probablemente, todos nos beneficiaremos de los biohackers y de ese batallón que quiere vencer a la muerte. Conseguiremos saber de alguna sustancia que nos ayude a prolongar la vida.
—Quizás, para envejecer mejor.
—Eso es sensato y saludable. Pero, sin duda, lo que anuncia el miedo al cambio del cuerpo es lo inexorable de la muerte.
—En un diálogo interior para envejecer mejorando la relación con todos nuestros yoes, el yo pasado, el presente y el futuro, ¿qué le diría a su yo de los 18 años y a su yo de los 85?
—A mi yo de los 18 años le diría que se tranquilizara y que confiara en que las cosas van a salir bien. Se tienen tantas inseguridades y tantas incertidumbres cuando eres joven que, como decía David Bowie en una frase que me gusta mucho, reconforta saber que “con la edad todos llegamos a ser la persona que siempre debimos ser”. Y no sé qué le diría a mi yo de los 85 años, creo que esa franja de edad está muy condicionada por la salud del cuerpo y por la lucidez mental. Creo que le diría que esté orgulloso de lo que ha hecho, porque todo lo anterior, desde la perspectiva que tengo ahora, me hace sentirme bien conmigo mismo.
—¿Y cómo abordar una conversación intergeneracional con el otro, desde la empatía y sin condescendencia?
—Hay que derribar actitudes de orgullo generacional. Dejar de poner una barrera entre ellos y tú. En vez de decir “en mis tiempos sí que había buena música”, decir “¿qué música escuchas? ¿Hay algo que me recomiendes?”. Esa es una conversación muy diferente a la que se suele tener. Se produce un enfrentamiento entre generaciones y a través de la generalización. A lo mejor a mí me interesas tú y otra persona de tu misma edad, no. Se trata de estar abierto a lo que puedas aportarme e intentar yo también darte algo. El intercambio ha de ser bidireccional. Ayuda permanecer permeable a que te sorprendan. A mí me interesan genuinamente las formas de hablar, las peculiaridades culturales o las tendencias; entender cómo el mundo se renueva. Soy muy poco nostálgico.
—Quizás ser menos nostálgico ayude a ser más feliz.
—Sí, la nostalgia lo único que hace es impedir que el presente tenga más espacio. Si estás ocupado en mirar hacia el pasado, al presente (o al futuro) le queda poco sitio.
—Si ahora se le apareciera el genio de la lámpara y le concediera el deseo de volver a ser joven, pero manteniendo tus recuerdos y tu experiencia, ¿aceptaría?
—Sí que acepto, sí (risas), porque yo quiero vivir lo más posible. No tanto por nostalgia de ese cuerpo, sino por la longevidad del cuerpo.
—¿Le gustaría ser inmortal?
—Eso no lo tengo tan claro, pero mi pareja lo tiene clarísimo (porque esto lo hemos hablado). Hay una frase de Brad Pitt en la película de La Ilíada, que no está en la obra original, que dice: “Los dioses envidian a los humanos porque somos mortales y cada momento podría ser el último. Todo es más hermoso porque hay un final”. Bueno, es una manera de consolarse, pero también tiene algo de cierto. Sabemos que estas son las condiciones que la vida impone a la Humanidad, que esto viene de serie, que nos morimos. Pero creo que una vida bien vivida hace que se le pierda en gran medida el miedo a la muerte. Cuando sabes que has hecho todo lo posible por sacarle partido a tu mundo, por darte a los demás, por quererlos y cuidarlos, y por disfrutar de la belleza que se te ofrece, no resultan tan inaceptables esas condiciones.
—No se trata tanto de miedo a la muerte como de miedo a no haber vivido. En algún lugar leí que un buen baremo para medirlo es preguntarse: ¿si este fuera mi último día, estaría satisfecho? Y que, si durante muchos días seguidos la respuesta es no, hay que plantearse un cambio.
—Sí, es miedo a no haber vivido lo más intensamente que puedas o que te apetezca, cualquiera que sea tu ritmo. A lo que le diría que no al genio de la lámpara, es a volver a los 20 años tal cual era entonces. Sentiría que me han robado mi patrimonio. Yo estoy muy contento de ser quien soy.